viernes, 10 de julio de 2009

Las Edades del Pudor


El pudor es la imagen de Eva con la hoja de parra cubriendo el primer pubis femenino de la humanidad. Es el rostro sonrojado de una muchacha escuchando un piropo. Es la sensación del hombre cabal cuando escucha un exceso de halagos hacia su persona. Es la sonrisa frente a la carcajada estentórea. Es la lágrima que se escapa en vez del coro de plañideras.

El pudor es sutil y elegante. No es antiguo ni beato. No es miedoso ni valiente. Es, por definición, sincero y espontáneo. Si no surge de forma natural, no es pudor, es teatro. Del pudor se ha nutrido la literatura, la poesía, la pintura… para sugerir y agitar la imaginación. Sin pudor, caeríamos en la dictadura de lo obvio.

Ha habido tiempos en los que instituciones poderosas – iglesias, monarquías, caudillos…-, han tomado el pudor como rehén, lo han usado en su provecho para ponerle cepos a la vida. Algunos podemos dar fe de ello. Pero sólo en libertad aparece tal como es, inesperado y limpio. Expresándose distinto en la ciudad y en la aldea, en los alegres trópicos y en la refinada Europa, en los desnudos pueblos primitivos del Amazonas y en las aisladas poblaciones de las estepas asiáticas. En todo caso, es universal y omnipresente. No hay ser humano en el mundo que carezca, en alguna medida, de pudor. Sólo la muerte y la locura lo abaten por completo.


Sin embargo, el pudor también es la barrera que, en ocasiones, no nos deja expresar los sentimientos ante los demás. Son muchas las personas que tras la muerte del padre, la madre, el hijo o el amigo, confiesan su dolor por no haberle abrazado, besado o acariciado muchas más veces de lo que lo hicieron cuando aún era posible. Por no haberle dicho todo lo que le querían o le admiraban. Algunos escritores han saldado esa deuda conjurando la figura amada o admirada en poemas o novelas. Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique es uno de los ejemplos clásicos. Más recientemente, Héctor Abad Faciolince en “El olvido que seremos” consigue en una prosa conmovedora, el mejor retrato que he leído sobre un padre amantísimo, finalmente asesinado a causa de su coherencia, valentía y libre pensamiento por los paramilitares colombianos. El libro dibuja un ser admirable y tierno, y no evita evocar momentos en los que las manifestaciones de cariño al querido hijo son tan claras y explícitas que pueden suscitar pudor o incluso resultar “cursis” al lector educado en la contención de los sentimientos, en la convicción de que la manifestación directa de las emociones debe racionarse, reservarse para momentos muy especiales, decorarse en un contexto contenido. Guardar la perla para que no pierda el brillo que lucirá en el solemne instante oportuno.


Pero es que el pudor se hace mayor con nosotros y debe dejar de ser el gigante juvenil, para saltar, en un momento de la vida, por encima del miedo al ridículo, de la seguridad de la comunicación controlada. Después de los años dedicados a la adquisición de conocimientos y experiencias, llega el tiempo de profundizar en las sensaciones. De disfrutar de ellas. De decir, abrazar, besar lo que el corazón nos pida. En privado y en público, ¿por qué no? De sentir intensamente la alegría y la pena. De reír y llorar, aún a riesgo de ser considerado “cursi” o, más bondadosamente, un “sentimental”. Junto y para los seres que queremos. Antes de que sea demasiado tarde. Con el tipo de pudor que corresponde a la edad que transitamos. Con las licencias que la madurez concede.

viernes, 3 de julio de 2009

Libres


Hace unas semanas escuché a un veterinario afirmar que, en estas épocas del año –finales de la primavera y comienzos del verano- las fracturas en las patas de los gatos son el motivo más frecuente de consulta. Al parecer, estos caseros animales, después de un invierno con ventanas cerradas, al encontrarlas abiertas día y noche en razón al calor reinante, ensayan el salto propio de su condición felina que, en algunos casos, finaliza con este tipo de lesiones. Nunca con muerte. Ya saben lo de las siete vidas...

No creo que esta acumulación veraniega de accidentes domésticos tenga nada que ver con la enigmática frase que los ingleses usan cuando llueve torrencialmente, en la que la concurrencia de perros y gatos en el molesto meteoro, enfatizaría la intensidad del mismo: “It´s raining cats and dogs”. Pero, en cualquier caso, la frase viene al pelo. Nunca mejor dicho.

Curioso hecho este, que, sin duda, puede suscitar reflexiones sobre los cambios que la modernidad nos ha traído. Si en vez de gatos hablamos de cachorros humanos, no hace muchos años que la medida de las posibilidades individuales no tenía otro camino que la imitación y el método, científico por otra parte, del ensayo y el error. Método, actualmente no sólo en desuso sino poco menos que proscrito. De chavales, cuando veíamos a otro chaval subir a un árbol, enseguida lo intentábamos nosotros también. Algunos nunca se caían y para otros, la caída era el aprendizaje para no volver a cometer el mismo fallo. Ante las dificultades era preciso buscar soluciones. No había teléfonos móviles para llamar al progenitor. Se buscaban salidas del atolladero, autodidactas, chapuceras a veces, o, sin más, producto del consejo de otro aprendiz en parecida situación. Soluciones que, poco a poco, se iban perfeccionando hasta la definitiva validación.

Ahora, todo ha cambiado para los seres humanos de las naciones favorecidas por la fortuna. Posiblemente también para los gatos, aunque para estos la llamada de la especie es todavía demasiado potente, por suerte para los veterinarios en verano.
Ahora, los niños y jóvenes se mueven con toda la información, con el libro de instrucciones incorporado, con todos los elementos de seguridad posibles e imposibles. Y si con eso no llega, aún queda el teléfono móvil. No para llamar después de probar si el salto del obstáculo es posible, sino con carácter previo y demandando respuesta inmediata.
Decía Freud que la simbólica “muerte del padre” es necesaria para encontrar el camino propio en la vida. Sin el reconocimiento de la soledad, intrínseca al hecho de existir, no hay individualidad ni libertad. Y la libertad implica riesgo. Estamos creando generaciones que no soportan la incertidumbre. Por ello, proliferan los cachorros humanos “blandos”, limitados para disfrutar de la vida en plenitud, en muchos casos con problemas de autoestima. Caerse, no se caerán. Equivocarse, no se equivocaran…

Pero…, se imaginan que los gatos dejan de saltar después de una campaña publicitaria en la que se les advierte del peligro que dicha acción conlleva. Los veterinarios generalistas es posible que tengan menos trabajo, pero los especializados en psiquiatría animal, seguro que hacen el agosto.
De todos modos, todos los hombres y mujeres tenemos algo de perros: leales, dóciles y disciplinados. Y también algo de gatos: curiosos, impredecibles y rabiosamente libres. Como siempre, en el equilibrio está la virtud a la que siempre debemos aspirar. Para nosotros y para los nuestros. Y dicho todo esto, veamos quien le pone “el cascabel al gato” para estar avisados cuando se tire por la ventana.

jueves, 2 de julio de 2009

Orlando

Amigo, hermano, te has marchado para comenzar una nueva etapa pero sigues presente. En los pasillos de las plantas del hospital, en los quirófanos, en las consultas, en los servicios... Se siente, se oye, se palpa tu rastro de cercanía, de amistad, de lealtad, de solidez, de amor a nuestro complejo hospitalario. En nombre de todos gracias por haber venido y en el mío propio gracias por haberme comprendido y querido. Salud y hasta pronto, maestro.







ORLANDO SAAVEDRA, el mejor pie de foto que se me ocurre son los versos de tu paisano Neruda a mi paisano Alberti que parece que fueran el reflejo de la vida por la que has apostado y que tan bien me has explicado con tus palabras y tus hechos:




Sí, de nuestros destierros nace la flor, la forma

de la patria que el pueblo reconquista con truenos,

y no es un día solo el que elabora

la miel perdida, la verdad del sueño,

sino cada raíz que se hace canto

hasta poblar el mundo con sus hojas.